Emergente

Todos los que han tratado lo suficiente con los locos pueden suscribir la afirmación de que en todo delirio se oculta un fragmento de verdad.
A prestar atención:
"Se oculta": no está a la vista, el texto del sistema delirante no es ese fragmento de verdad, aunque después se diga que la lengua sólo puede esconder las cosas a la vista de todos.
"Un fragmento": no es la verdad, el delirio no es la verdad, ni dice toda la verdad, dice un pedacito.
Decir un pedacito de la verdad no es decir necesariamente una mentira, aunque puede ser una forma de engaño.
Pero el delirante no engaña. Ni es posible engañarlo.
Cierto paralelismo se puede hacer con el fenómeno social de los fanatismos, las sectas y los movimientos extremistas. No porque esos movimientos esté integrados y generen convocatoria entre los delirantes, o los fantasiosos que romantizan delirios (harina de otro costal). Ahí te dejo el temita del lazo social en la psicosis.
Más bien porque si hay un descontento capaz de agregar a varios en una consigna delirante, es porque ese descontento se articula con un fragmento, no sé de de una verdad, pero sí de una demanda que si no es legítima, es por insuficiencia estructural del sistema de representación política.
Trágicamente las respuestas más frecuentes tienden a ser las mismas. Cuando no se deja pasar la cosa apostando a que se agote por sí misma porque al fin y al cabo eso pasa ocho de cada nueve veces, se pretende con impaciencia que el mal ejemplo no cunda, porque es lo que pasó la última de las otras nueve veces y hay memoria de que fué un desastre.
Por este vicio o deformación profesional, uno trata siempre de escuchar ese fragmento que se esconde en los delirios y en las consignas desaforadas que se agitan contra todo lo razonable, cuantas veces apadrinadas por grupos de intereses nada desquiciados, nada marginales.
Entre los argumentos y contraargumentos que se cruzan respecto de la cuestión de las clases presenciales hay dos cosas que no se dicen más que como mala palabra.
Una es el hecho de que la escuela siempre es un lugar peligroso, siempre se ponen a los hijos en manos de terceros y se pierde el control. Algo que se deja siempre de lado, porque desde la penicilina y los anticonceptivos, tenemos un imperativo nuevo, que no debe nada a la episteme de la época, sino que es pura coyuntura enhebrada por un reclamo carnal. El mismo silencioso y universal mandato que hace imposible el debate sobre el aborto: todo niño debe vivir, todo niño debe ser una realización de nuestra voluntad. 
Pero esto no se puede afirmar seriamente y mandar a los chicos a la escuela, con o sin pandemia. Así que en lugar de confesar que se tiene miedo, se habla de porcentajes y parámetros epidemiológicos, cosa seria. Porque como sociedad renunciamos a la soberanía mucho antes de haber nacido, y como individuos somos demasiado dependientes de que el mercado nos provea del sustento básico.
Y hay otro problema, que apenas como reproche se arroja a la cara de los loquitos que reclaman la vuelta a la normalidad, que se embarcaron en la negación de lo real. Les decimos que en realidad sólo quieren depositar a los hijos en la escuela. Es una verdad tan remachada que sería muy tonto no sospechar. No alcanza con traer a colación la imagen de la familia obrera, que en realidad es víctima de la opresión y necesita que la escuela le ofrezca una opción segura para sostener su misión de reproducir la fuerza de trabajo. 
La verdad es que la familia nuclear no funciona para la reproducción, ni siquiera con un solo padre empleado funcionaba. Y si las escuelas no están para eso, para tapar ese agujero, entonces no nos sirven para nada. 
Más arriba decía que las respuestas más frecuentes a las formaciones delirantes van de la negación a la sofocación. Hay una tercer variante que deja que la verdad tome alguna forma, al mismo tiempo que la diluye. Conozco la forma individual, pero no estoy seguro de si tiene la forma social. No está probado que exista un aparato psíquico social capaz de metáfora.
Me refiero a la histeria. 
Hoy se suponía que las escuelas tenían que abrir y volver a la normalidad. Por supuesto, como tenían que abrir sí o sí, porque había razones de poder que así lo decidieron, abrieron como pudieron. Y lo que pudieron no iba a ser lo mismo. 
Pero como desde afuera de las escuelas tampoco convenía decir nada de esto, para los que está en posición de exigir cosas a los padres y madres, para los dueños de empresas y comercios, los jefes y patrones, para ellos llegó el momento de sentir que ya habían tenido suficiente tolerancia y empatía con sus empleados. Así que desde hoy se terminaron las licencias y el home-office que nunca se reconoció se convirtió en una quimera. 
-Ahora ya podés dejar los chicos en el colegio.
-Tengo que salir a medio día a buscarlos porque no hay jornada completa.
-Qué se yó, pagá alguien que los vaya a buscar.
Ahí donde un loco te pega un botellazo, donde un nazi descubre que los docentes son todos judíos, un histérico resume todo en un solo síntoma: la resistencia y el sometimiento, y su propia impotencia para cambiar las cosas. Se enferma y se descompone. La medicina no lo puede curar, pero no tiene más remedio (sic) que extender un certificado.

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