Psicólogo ambulante
Las callecitas de Buenos Aires tienen ese no sé qué. No sé qué te puede llevar por delante al cruzar la calle. Se suma el problema de las bicisendas, que son de doble sentido en calles que tradicionalmente son de sentido única. Además las bicicletas no frenan, porque se tarda en levantar velocidad, entonces tienden a no querer perder el envión. Cuando uno anda en bicicleta está consciente de que se lleva puestas las normas de tránsito todo el tiempo, por eso pone mucho más cuidado, porque no es el comportamiento esperado, y también porque si te lastimás haciendo las cosas mal, no le podés reclamar a nadie.
A menos que el ciclista sea una persona con esa particular limitación intelectual que se llama "egocentrismo". Definido con mucha precisión por Piaget, el egocentrismo no tiene nada que ver con el egoísmo, ni con el narcisismo, ni con la falta de empatía. Es simplemente que el sistema de ideas de una persona no puede integrar un punto de vista externo. Llevado a la práctica, el que circula así no puede incorporar las maniobras ajenas en su razonamiento, en consecuencia, las interpreta con el pensamiento mágico.
Iba llegando Chiclana por Deán Funes, a pie, claro. Una esquina complicada, porque se cruzan esas dos y Garay. Chiclana es diagonal, así que para el que viene por Deán Funes es difícil ver si viene alguien: algo que debería ser innecesario porque hay semáforo.
Mientras doblo la esquina escuché un grito agudo, que al principio ignoré, pero un ruido de algo cayendo me llamó la atención y quise ver. Me dí vuelta y vi una bicicleta saltando por arriba del cordón de la bicicenda que al cruzar forma como un carril central en medio de Chiclana. La mujer que iba en la bicicleta daba una vuelta carnero, era ella la que había gritado.
O estaba gritando: cuando las cosas pasan muy rápido la memoria las ordena de cualquier manera y después quedan así.
Crucé corriendo hacia la persona accidentada, que ya trataba de levantarse. Al mismo tiempo ví que un flaco se acercaba desde el otro lado. "Bien, más ayuda" pensé, pero el otro empezó a gritar "Pero qué hacés, la concha de tu madre", o algo así.
Siempre dentro de la confusión, me pregunté por qué la insultaba a la pobre mina que se había dado un buen palo. Pero no: le gritaba a uno que venía en auto y que casi había atropellado a la chica de la bicicleta.
Ahí es donde la cosa se puso tensa, porque el pibe de la bici se quería ir a las manos con el del auto. Esa cosa de Sir Lancelot que nos agarra a los tipos cuando la damisela está en apuros. El del auto no se quedó atrás, aunque más sereno, mientras esquivaba los manotazos y le ponía alguna que otra mano en el pecho, iba diciendo que venía pasando con luz verde, y que estaba con su familia -sus hijos- en el auto.
Como cualquier hijo de vecino, mi primer reflejo fué hacer gesto de imposición de manos y decirle al flaco de la bici "Tranquilo, no pasó nada, tranquilo, están bien", esas cosas que no sirven.
El pibe ya se había dado cuenta por un lado de que el del auto no se iba a dejar pegar así nomás, y que quizás hasta le podía hacer pasar un mal rato. En esto cuenta mucho la apariencia: el del auto tenía tanta pinta de reo como el de la bici, incluso hasta podía pasar por más curtido. Le habló en el mismo tono, impostando indignación y no disculpa. Eso frenó un poco las piñas, pero la tensión no bajaba, así que le empecé a decir al pibe que mire la chica, directamente. Creo que fué un poco de suerte que él estaba en el medio, yo de un lado y la chica caída del otro, cosa que si él miraba para allá, no había peligro de que me enfrente a mí. En cuanto la miró, le insistí con que ella parecía estar bien. El del auto también miró para el mismo lado, le habló, le ofreció agua. La piba estaba dolorida pero se podía parar y miraba si la bicicleta se había roto.
Increíblemente, el pibe empezó a entender que si cruzás una avenida sin mirar, puede pasar que justo venga alguien.
De la cartera de la piba se asomaron cuatro perritos. Los chicos se bajaron del auto a verlos.
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