No hagan olas
La ley argentina de Salud Mental dice que toda persona con un padecimiento mental tiene derecho a que no se considere el mismo como inmodificable. La idea de ese inciso específico es evitar que los pacientes crónicos sean desahuciados, como pasa toda vez que los médicos dicen "no podemos hacer nada".
Cuando no se puede hacer nada, ya no se hace nada. No piensen mal, no es mala voluntad: se supone que se dedica el esfuerzo a hacer algo por otros, que siempre hay amontones.
Desde la perspectiva del paciente esto es horrible, pero desde el punto de vista del sistema de salud es lógico y humanitario: salva vidas.
Cuando lo leí por primera vez sentí que los legisladores nos mojaron un poco la oreja a los profesionales, como si nos estuvieran diciendo que diagnosticar un trastorno crónico es ilegal.
Los trastornos crónicos existen, tanto como los daños irreversibles, porque la mente no es una plastilina que se puede moldear y remodelar.
Con el tiempo entendí que la formulación tiene la sutileza necesaria para hacer su trabajo. Podemos establecer que una persona tiene una x condición que no podemos modificar (para mí es crucial ponerlo como un límite de la práctica, y no como un rasgo esencial del trastorno), y también podemos entender que como profesionales de la salud, tenemos la obligación de lograr que viva lo mejor posible con su condición.
El paso siguiente es afirmar que cuando existe una condición más o menos permanente, la única maneja de mejorar el estado del paciente es aceptando la realidad de esa condición.
Bueno, tal vez no sea la única: alguna condición debe haber tal que sólo se pueda soportar evadiendo la realidad. O mejor dicho, tal que el daño recibido por negarla y no ocuparse de ella sea menor que el de tener plena consciencia. Como sea, es un límite muy confuso y la tentación de caer en una postura simplista para evitarse la responsabilidad por los errores de cálculo es muy grande.
En realidad, calcular si es mejor un autoengaño o una toma de conciencia parece un problema, pero es lo más fácil, porque casi siempre se trata de algo que elige el paciente y no hay más remedio que acompañarlo y orientarlo lo mejor posible por el camino que tomó.
La complicación viene cuando hay que ayudar a las familias.
A un paciente con un cáncer terminal es relativamente sencillo acompañarlo a aceptar que se le termina todo, o a mentirse por un tiempo hasta que empiece con la morfina. Te rompe por dentro, pero no tiene misterio.
Se complica un poco más cuando hablás con la esposa, que piense lo que piense va a tener que seguir con todo a cuestas después de bancar la parada en un tratamiento con final anunciado. Seguro tiene la cabeza inundada con un presente desolado, y sin meter el dedo en la llaga, hay que poner semillitas de futuro: hacer mínimos comentarios sobre cosas que van a seguir ahí, fijarse en detalles que no son el moribundo, o no se terminan ahí. También atender a prevenir el exceso de fatiga, recomendar buenas prácticas del cuidador, aparentemente justificadas por la necesidad de un cuidado eficiente.
Cuando el problema no es una enfermedad psíquica, el margen de interpretación de la "condición" se hace más y más grueso. Ya con problemas como el retraso mental hay lugar para un voluntarismo dañino. Cómo se puede salir de eso: cuando los padres esperan que el hijo con retraso avance más allá de lo que puede, porque nunca faltan películas emocionantes donde el mogólico llega a ser un abogado exitoso, lo que terminan haciendo es torturando al pibe. No todas las personas con un síndrome de nombre ario son Rainman, la mayoría no compensa la discapacidad con alguna función cognitiva hipertrofiada.
Alguna vez se puede resolver eso de una manera cruda y sin anestesia: le tenés que decir que su hijo nunca va a ser normal, podés aclarar que no se busca lograr el máximo de autonomía y realización, pero que para algunas cosas va a haber siempre un techo.
Otras veces tenés que tomar punto por punto: aprender a manejarse, descubriendo cada pequeño detalle en que las cosas hay que hacerlas diferente de lo que harías con un pibe que entiende. La comida, la ropa, viajar, la escuela, el dinero cuando se puede, etc ad infinitum. Pero cada detalle cuenta si hace la vida mejor.
Las expectativas son, parece, irreductibles cuando hay un diagnóstico psiquiátrico. Por más que se diga, la esquizofrenia y otras patologías crónicas no tienen un correlato físico detectable, sólo se presume, pero es como el flogisto. Con un adolescente esquizofrénico, por ejemplo, el éxito es que no se descompense, que no se tenga que internar, pero las familias en seguida quieren que además vuelva a levantarse a horario, que vuelva a tener ganas de hacer las cosas. Lo primero talvez pueda, cuando sea prudente ir bajando la medicación, pero es un proceso que no se puede apurar a pedido. No es que "remitieron los síntomas" y entonces ya está: no hay síntomas porque el paciente está medicado, la esquizofrenia no es algo que cuando se frena ya terminó, sino una condición estructural. Y si se espera que tenga ganas, unas ganas normales, puede que eso no pase nunca, pero por el momento, sobre todo al principio y con pacientes graves, uno se convierte en un propagandista de la estabilidad, del "estamos mal pero vamos bien", porque lo importante de momento es que no hagan olas.
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