Canapé de mondongo (1)

Caminando con mi esposa, criticando al gobierno, me dice "son ordinarios". Amigos: se hizo la luz.
Le dije que ese es el epíteto justo, el insulto perfecto para esta ultraderecha de neofascistas que se la pasan adorando imágenes creadas por ordenador de un líder musculoso, mandibuloso, de cabello limpio, un superhéroe de cómic americano.
Porque toda su identidad reside en la justificación automática del éxito: les va bien porque son superiores, o les va mal porque "la casta" los oprime.
Contento por el hallazgo, seguí el hilo de pensamiento con algo que siempre creí que está en el centro de nuestra identidad: todo argentino quiere salvarse.
Así como queremos mandar nuestros hijos a la universidad, gracias a Sarmiento, a la reforma de 1920 y a Perón.
Pero también, y quizás desde antes, desde Garay, queremos salvarnos.
Eso me parece, ojo, pero veremos si se confirma.
En muchos países hay lo que lleman movilidad ascendente y su contrapartida, el aspiracionismo. Si leen "El Hombre y la Mujer", escrito por M. Mead allá por 1950, van a ver que vivir según un ideal que no se corresponde con la clase social de pertenencia no es algo exclusivo de Argentina, sino propio de una sociedad de consumo con alguna movilidad.
Pero sí hay algo argentino, que termina de encaja nuestra debilidad por la gambeta y la avivada, nuestro exitismo.
Hay una cosa que se llama carácter de excepción. Algo estudiado, como no podía ser de otra manera, por Freud: en el texto "Personajes psicopatológicos sobre el escenario" (estoy citando de memoria), cuando habla de Ricardo III.
Claro, también se podría decir que la caracteropatía fué definida por Shakespeare, pero anticiparse por siglos es el privilegio de los poetas, lo sabíamos.
El caso de Ricardo III (el ficticio, del real quién sabe) se resume así: al tipo le tocó el segundo lugar como a Francia, salió deforme, la vida lo escupió en la cara, y entonces dice "ma' sí: como no tuve suerte, me las voy a rebuscar como sea, no importa si tengo que cagar a dios y a María santísima".
Es toda una posición, que subjetivamente permite convivir sin contradicción con un superyó exigente, y al mismo tiempo darse cualquier licencia, o transgredir cualquier norma.
El elemento de ser objeto de una desgracia, o mejor: de una injusticia determinante, hace que ni haga falta suponer una disociación de la personalidad, ni en el sentido de la neurosis (no son hipócritas, estrictamente hablando), ni en el sentido de la perversión (tampoco son psicópatas necesariamente).
La posición de excepcionalidad, por supuesto, no se cancela una vez que se alcanza el éxito: se refuerza. Como en tantas otras ocasiones en que la satisfacción de los deseos alivia la culpa. Cuando se llega por la vía de excepción, se refuerza la creencia en una especia de compensación por las injusticias pasadas. Así hay que leer ese lugar común de "nadie me regaló nada".
No es ignorancia, significa "nadie me regaló nada que no se me debiera".
Lo que necesitamos para terminar con esta locura es aprender a ser felices como personas comunes, pero no lo veo muy cercano mientras siga viva la pasión por salvarse y el desprecio por todo lo ordinario.

(1) La expresión corresponde a Verónica Llinás.



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